Con
toda seguridad podemos afirmar que el hombre necesita de Dios y el primer paso
para encontrarse con Él es conocerle.
Pero…
debe ser difícil conocer a Dios.
Viene
siempre el pero, pretexto que inventa el hombre para justificarse.
Cierto
que Dios es infinitamente grande y poderoso, en esto consiste su grandeza que siendo
grande se hace pequeño para que los pequeños puedan poseerle dentro de su
pequeñez.
¿Dónde
empezar a conocer a Dios?
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A
Dios se le empieza a conocer en la segunda persona de la Santísima Trinidad
que es Jesucristo.
Los
humanos necesitamos ver algo concreto que nos lleve a descubrir lo secreto, lo
oculto y lo invisible.
Por
eso fijamos nuestra mirada en la promesa que hace Dios en el jardín del edén de
enviar al Salvador, desde el inicio de la Historia de la Salvación.
Y
aquella palabra- promesa se encarna en el vientre virginal de María.
Al
contemplar este misterio de la
Encarnación del Hijo de Dios no puede quedar lugar para la
duda en relación al amor que Dios nos tiene y también sobre la existencia de
Dios.
Quién,
que no ame, quiere hacer lo que hizo Él, viviendo la gloria completa,
teniéndolo todo, habitando en las alturas mira al hombre humillado e
imposibilitado, siente compasión por él y movido por el amor toma condición
humanan para poder personalmente convivir con el hombre, mostrarle todos los
tesoros de su Corazón y enseñarle a vivir como hijo de Dios con la sabiduría
que proviene del Espíritu.
El
que es grande se hace pequeño, se iguala al hombre, cuanta ternura; se desborda
nuestro corazón al contemplarlo tan puro, tan indefenso, tan hermoso; en los brazos de la madre
duerme tranquilo el Dios hecho niño, el que con su Luz venció las tinieblas de
la noche se presenta pobre en el portal de Belén y en esa apariencia oculta su
divinidad para que sin temor podamos adorarle. En la humildad del pesebre nos
enseña cuán grande es su amor, pues lo mismo ofrece al justo y al pecador, se
ofrece Él mismo.
Fue
creciendo en sabiduría y gracia, encargándose
de las cosas de su Padre la obediencia practicó, siendo su alimento hacer en todo
la voluntad de quién lo envió.
Con
sus tiernas manos el trabajo realizó, junto con José su padre el oficio de
carpintero aprendió, mientras el serrucho deslizó, a amar el trabajo nos
enseñó. Moviendo las herramientas de trabajo deja salir de su enamorado
Corazón suspiros amorosos, que como mensajes llegan al que vigilante aguarda en
espera del Amor.
Que
decir de su vida pública, no hizo otra cosa que amar y demostrar su amor.
¿A
quién se acerca?, ¿en quién deposita su amor y misericordia?
Es
evidente su preferencia por los necesitados, por los que carecen de algo, o
mejor dicho los que reconocen que tienen necesidad de Él.
El
ciego: “Jesús
hijo de David, ten compasión de mi”. (Mc. 10,45)
El
leproso: “Señor
si quieres puedes limpiarme”. (Lc. 5,12)
Jairo: Cayendo a los pies de Jesús le
suplicaba que fuera a su casa porque tenía una hija única de unos doce años que se estaba
muriendo. (Lc. 8,42)
Acoge
a los pecadores, los busca porque ha venido para llamar a los pecadores e invitarlos a
la conversión.
La
mujer pecadora al enterarse que Jesús estaba en la casa del fariseo, compró un
perfume y entrando se puso de pie detrás de Jesús, allí se puso a llorar junto
a sus pies, los seco con sus cabellos, se los cubrió de besos y los ungió con
el perfume. Ante la confusión de los presentes por la actitud bondadosa de
Jesús para con una pecadora, le dice a la mujer: “tus pecados te quedan
perdonados”. A quién mucho ama, mucho se le perdona.
Leví: Vio a un cobrador de impuestos
llamado Leví; Jesús le
dijo: “sígueme” y Leví dejando todo se levantó y los
siguió. (Lc.
5,27-28)
En
los evangelios podemos comprobar su constante amor para todo el que lo busca,
su compasión y su poder, pues ninguno que ante Él se presente regresa como
llegó, Jesús haciendo derroche de amor, sana, transforma, libera, sacia el
hambre y la sed del hombre.
La
multiplicación de los panes: “Me da pena esta gente, hace tres días que se
quedan conmigo y ahora no tienen qué comer. Si los mando a sus casas
desfallecerán por el camino, pues algunos han venido de lejos” (Mc. 8, 2-3)
Jesús
y la samaritana: Jesús le contestó: “El que beba de ésta agua volverá a tener
sed; en cambio, el que beba del agua que yo le daré, no volverá a tener sed. El
agua que yo le daré se hará en el manantial de agua que brotará para la vida
eterna” (Jn. 4, 3-14)
Es
indispensable conocer a Dios para poder creer en Él, ya que por la fe se
obtienen grandes cosas.
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Jesús
sana a una pagana: Ante la insistencia de la mujer Jesús le contestó: “Mujer,
¡Qué grande es tu fe! Que se cumpla tu deseo. Y en ese momento quedó sana su
hija. (Mt. 15,28)
La
fe del centurión: Se le presentó un capitán que le suplicaba: “Señor, mi
muchacho está en cama, totalmente paralizado y sufre terriblemente”. Jesús
dijo: “Yo iré a sanarlo”. Contestó el capitán: “Señor, no soy digno de que
entres bajo mi techo. Di una palabra solamente y mi sirviente sanará”. Jesús se
maravilló al oírlo y dijo a los que le seguían: “En verdad no he encontrado fe
tan grande en el pueblo de Israel” (Mt. 7, 5,10)
Estos
pocos ejemplos nos dan a conocer la excesiva bondad de Jesús para cuantos se
acercan a Él. Profundizando más en el conocimiento de su persona nos daremos
cuenta del gozo que le causa el practicar ilimitadamente su misericordia.
Y
si hubiera un corazón tan duro como una piedra que nada de esto le lleve a
descubrir cuanto no ama el Señor, para él será suficiente penetrar en los
misterios de la muerte y resurrección de Cristo para que al calor del fuego
abrasador de Jesús, primero agonizante y después resucitado, queme todas sus
inmundicias y destruya las barreras que le impiden creer y amar a nuestro único
y verdadero Dios